por: anilú zavala alonso

Adela, primero te pedí perdón

Adela sumerge su afilada naricilla en los archivos. Los huele y los percibe gozosa. Los aspira como buscando alivio y encuentra las historias de estas mujeres de revolución. Es su forma de escapar de esa realidad aburrida y monótona que implica la vida establecida de pareja. Rutina y más rutina. Despertar, sonreírle, levantarse, bañarse, desayunar y acudir hasta donde sea necesario para revisar documentos. Para ella ver fotografías es como salir a pasear, imaginarse en la carne de otras para construir los instantes propios.  Siempre pasa sus dedos enguantados con delicadeza, pero cuando está a solas, en un acto de franca desobediencia, se quita los guantes de algodón y recorre con la yema de sus dedos las fotografías como intentando asir instantes. Los instantes de esas mujeres revolución, con faldas largas, que no dejan asomar los pies, cubiertas casi siempre con rebozos. Soldaderas a quienes les fue arrancada de la cara la felicidad por la tropa, la revuelta, el hambre y la Revolución. Siempre con la cocina a cuestas.

Terminaba la universidad cuando conoció a Juan. Desde aquel momento Adela buscaba su revolución, la traía por dentro, pero no sabía cómo hacerla, cómo iniciarla. Creyó que la hacía yéndose a vivir con él, intentando transgredir el orden familiar tan tradicional. Empezó  a estudiar archivos revolucionarios y eso la llevó a las mujeres con cananas y sus historias de vida, como si su nombre la acarreara a la bola como un sino. Así llegó a las rieleras, las marietas, y las coronelas. Cuando se enfrasca horas en el rastreo de fuentes, en las entrevistas y los archivos, tiende líneas, hace mapas como espía, se pregunta cuáles habrán sido los anhelos, las consignas políticas, los sueños de amor, y los sueños propios de revolución de esas mujeres. Para resistir le ha ayudado la mirada morbosa y perversa que desarrolló a partir del arte de asomarse en la vida de las otras.

Adela regresa todas las tardes al departamento de la costumbre, ya casi de noche, atraviesa el pasillo y se encuentra con Juan, que está en la cama viendo televisión, en mangas de camisa, ya sin la corbata de figuritas que escoge dependiendo del día de la semana, del humor y de la complejidad de la audiencia a atender en los juzgados. Lo ve ahí tirado tan sin sueños, tan urbano, tan moderno. Tan limpio y encamisado. Tan apacible y aburrido. Tan abogado, pues. Tan catrín y bien peinado.

Después de vivir juntos por un tiempo llegó el necesario e ineludible compromiso matrimonial como marcan los cánones de las familias post-post revolucionarias de las clases medias persignadas. Su pobre revuelta quedó atrás, empolvada después de la retahíla de valses revolucionarios  y alegres polkas que se bailaron en la pomposa boda llena de colores pastelosos, con invitados disfrazados de fifís. Después de semejante fiesta vinieron algunos viajes y los años de costumbres compartidas sin revolución.

Mientras revisa archivos, y en medio de la rutina llega él, irrumpiendo. Como cometa franqueando la turba, se cruza en la vida de ella, con su uniforme cubierto de instantes, vestido de mezclilla, manta o gabardina, camisas sueltas de colores claros, con sus botones brillantes y dorados como los de Villa. Desde hace semanas percibe en él ese olor a café y amor nuevo que enloquece siempre.

Adela deja pasar muchas veces los coqueteos, los guiños y los roces. No los quiere ver, o tal vez sí, pero no se atreve a mirar. No se atreve a voltear.
Todo su universo de referentes se vuelca en un anhelo. Un montón de lugares comunes llegan a su mente. Baños, trenes, escaleras, cocinas, salones de baile, y cuerpos desnudos en el suelo. Y ahí está él, con el café diario que trasgrede y conversaciones cotidianas. Ella trasuda, se sonroja. Se toca la cara. Se moja. Intenta soplar aire con sus manos. Adela también está llena de universos plasmados en imágenes. Pasa el dedo por sus labios siguiendo el ritmo del sonido del disparo de la cámara que registra cada archivo. Y suspira. Reconoce el aroma polaroid que los une en el espacio.

Adela intenta hacer revolución. En la galería, un domingo, mientras miran las fotografías lo ve rudo y bien plantado, lleno de universos creativos blanco y negro que libera en sus ratos libres entre registro y registro documental. Él ilumina el espacio.

Hay amores que huelen a revolución. Hay amores que retan el intelecto.

Mientras cruza el pasillo de la rutina, Adela tararea haciendo honor a su nombre, y si Adelita se fuera con otro… mientras cierra contundente la puerta del departamento. A cinco pasos cruza el umbral del hastío y se monta sobre el cuerpo que cobija la rutina.

Un comentario en «Yo soy rielera»

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