por: anilú zavala alonso

Después de bañarme, para vestirme estrené la suelta blusa de manta azul mar, que había conseguido en Oaxaca en mi último viaje y que me había coqueteado hermosa en la pared de la tienda, pidiéndome a tiernos gritos que la comprara. Jeans azul muy oscuro y tacones cafés en botas altas completaron mi atuendo. Trencé con dulzura mi cabello ligeramente húmedo y me dispuse a desayunar.

Suspiré. Ese día mi jefe me había pedido que recibiera al influyente funcionario en la oficina.

Conocí al personaje unos días antes en un evento en el sólo serví de silente compañía. Nos presentaron y cruzando solamente las palabras necesarias, se mostró muy solícito, amable y político. Mientras me miraba fijo y sonriente, le dijo a mi jefe que pronto iría a la oficina para revisar los avances de proyecto en el que trabajábamos. Al retirarse, lo vi de lejos. A distancia su mirada me rozó y yo, obligada, bajé la mía, mientras salía apurado de la enorme sala.

11 a.m. De un ostentoso carro negro, lo vi bajar del asiento trasero; primero una pierna, luego la otra. Mi asistente avisa que tengo que salir de manera informal a recibirlo. Así se estacionaría el chofer las visitas subsecuentes sobre la empedrada calle de la que, por múltiples razones y por mi bien, olvidé ubicación y nombre.

Sus visitas se repitieron por semanas. De pronto mi asistente solo me anunciaba que andaba cerca y que pasaría a revisar los avances del proyecto que realizábamos. Siempre muy trajeado y elegante, con sus carísimas corbatas de colores, se sentaba junto a mí, frente a la computadora de una manera bastante informal. Platicaba y bromeaba.

Un día le pidió a mi jefe que yo lo visitara en su oficina para recoger un documento. Situado en una de las avenidas más anchas de la Ciudad de México, el edificio burocrático con ínfulas de culto me absorbió con su liso pasamanos de madera. Subí las escaleras hasta el tercer piso. De frente, su asistente me recibió sentada en el sillón, en medio de su fastuosa antesala de madera adornada de vetas claras. Me dijo que él me esperaba y que podía pasar a su oficina.

Entré caminando sobre la alfombra que, aunque café, no tenía aroma. Una mesa de juntas de madera, un pesado librero y el escritorio llenaban el espacio. Él estaba parado de lado con el auricular en la mano. Sin dejar de hablar y sin colgar el teléfono me hizo una seña para que me acercara, indicando con un dedo en su mejilla en ademán de recibir mi infantil saludo. Me acerqué distante a darle el beso de etiqueta, en silencio para no interrumpir su llamada telefónica. Fue entonces que metió su mano por debajo de mi suelta blusa blanca. Recorrió la vestidura de mis lumbares con sus dedos huesudos. Me quedé inmóvil por instantes y después intenté separarme, pero me sujetó suave y firme. Estaba petrificada, con mi cuerpo aprisionado hacia el suyo en la enorme oficina, sin poderme mover. Su aliento ácido y rancio cerca de mí, su sonrisa socarrona de labios delgados, su pequeña mirada debajo de los anteojos.

Colgó el teléfono y descaradamente me besó. Todo mi cuerpo incómodo empujado contra la mesa, manifestó una enorme repulsión que seguro él notó. Se alejó un poco y empezó a hablar del apoyo al proyecto en el que yo trabajaba y en otros proyectos comprometidos, incluida la beca para la que yo había aplicado. De pronto, cada palabra dicha por mi jefe hizo un terrible eco. No podíamos perder esos apoyos porque sería desastroso para la organización. No podíamos darnos el lujo de poner en riesgo el padrinazgo al que nos habíamos hecho acreedores.

A mi cabeza llegó como una ráfaga, el recuerdo de la primera vez que nos encontramos en aquella importante inauguración, cuando antes de salir de la sala, se acercó a mi jefe y en el oído cuchicheó mientras ambos se dieron la mano, mirándose a los ojos al calor de esos pactos que se dan entre caballeros.

Hoy me despierto, y como muchas mañanas aún somnolienta, veo las publicaciones que realiza el personaje desde el otro lado del mar. Sólo leo concesivamente. A pesar de sentir vergüenza y coraje, y saber que no fui la única, pienso que carezco de esta furia generacional del escrache. Han pasado más de 20 años. Sonrío con una mueca torcida y me levanto de la cama a tomar la blusa de seda azul celeste que estrenaré el día de hoy. Lo pienso por un instante, quizá… hoy sea el día que tome las armas e inicie un incendiario #MeToo.

texto publicado en su versión original en Circulo Literario de Mujeres

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