Por: Librada Serendipia

La loquita que no entiende

Las manos de Rebeca están empanizadas con polvo, cansadas de abrir y cerrar cajones, de escoger las prendas, los libros y los recuerdos que le harán compañía durante la vida universitaria que la espera en la ciudad.

Cuando termina la misión, lleva los objetos que ya no le son útiles al cuarto de los triques y los acomoda en los pocos huecos que quedan disponibles. Antes de dar media vuelta para salir, la caja que se encuentra en el rincón más oculto y rodeado de telarañas, parece llamarla. La curiosidad de Rebeca la impulsa a alcanzar la caja para conocer su contenido. La toma, la lleva a su recámara, la coloca sobre su cama y la abre. El polvo que se esparce por el aire la hace toser. La caja contiene la fotografía de una mujer joven, de rostro alargado, rasgos finos y cabello trenzado. En la parte de atrás está escrito el nombre de la modelo: Sonia. Debajo de la foto hay un cuaderno con garabatos, planas de las vocales, oraciones cortas que describen objetos y dibujos. Da la impresión de que un niño pequeño hizo todos estos rayones, porque el tamaño de las letras es disparejo y los reglones están torcidos. Mientras pasa las hojas, se cae una carta. Rebeca, quien sabe poco de su bisabuela, está a punto de descubrir sus pensamientos, mismos que se habían quedado enterrados en el polvo, hasta esta tarde.

Me llamo Sonia Rendón, soy hija de Modesto Rendón y Rosa Gutiérrez, y soy mamá de Ana.

Vivía mi infancia como cualquier otra niña de cinco años, en el pueblo. Me gustaba jugar a las canicas con mis hermanos, Hernán y Ricardo. Un día, mi papá se fue de la casa. Yo no sabía a dónde ni por qué, solo desapareció. Me sentí abandonada y triste, y me la pasaba preguntado “¿cuándo va a venir mi papá?”, pero mi madre solo me decía que se había ido a luchar.

Una tarde, mi mamá me mandó a comprar masa para preparar sopes. Cuando iba de regreso, un soldado me jaló por la espalda, sacudió mis hombres con fuerza y me gritó, “¡¿En dónde está tu papá?!, ¡¿En dónde está ese traidor de la nación?!”. Todo mi cuerpo tembló, la orina recorrió mis piernas y no podía dejar de ver los aterradores ojos de aquel gigante, que no dejaba de gritarme. Puso frente mi cara una pistola y la metió en mi boca, “¡Habla! ¡Habla!”. Abracé la cubeta con masa, mi única compañera en aquel aterrador instante que me marcó la vida. Por fin me soltó y corrí hasta mi casa, apretando la cubeta contra mi pecho, pateé la puerta con desesperación, y cuando por fin la abrieron, me desmayé. Cuando abrí los ojos, mis hermanos y mi mamá, me abrazaron y me preguntaron por qué estaba tan alterada. Intenté explicarles, pero no pude. Mis cuerdas bucales perdieron la sintonía con mis labios, solo me salían ruidos sin sentido. Mi boca no volvió a pronunciar palabras, porque esa tarde me las arrebataron.

Mi vida ha transcurrido entre gritos, balbuceos, manoteos, y mucho coraje, porque no me entienden, porque desde ese día me conocen en el pueblo como “la loquita”.

Mis hermanos ya no quisieron jugar conmigo, y mi mamá se desesperaba con mi actitud, porque me volví rebelde y retadora. Aventaba las cosas y las rompía, les gritaba a mis hermanos y los rasguñaba para que me hicieran caso. Lo mismo les hacía a mis compañeritos en la escuela, así que el maestro me mandó a la butaca del fondo, hasta que un día, decidió que ya no podía seguir batallando conmigo, y no me dejó volver a entrar al salón de clases, a pesar de las súplicas de mi mamá. Ella no sabía leer ni escribir, no había más escuelas en el pueblo, y mis hermanos, que eran más pequeños, ni caso me hacían. Así que me negaron la escritura.

Me gustaba caminar en la plaza del pueblo, que quedaba a tres calles de nuestra casa. Me escapaba cada que quería, después de todo, era como un fantasma para mi familia. Cuando tenía trece años, en una de mis escapadas, Don Francisco, el tendero, me metió a jalones a la trastienda de su local, me golpeó y profanó mi cuerpo. Me defendí, lo mordí, le pegué, lo pateé, gritaba para que alguien me oyera, y con el pensamiento, le suplicaba que se detuviera, pero no fue suficiente, y esa noche, me arrancaron la inocencia.

Las semanas pasaron, pero no la tristeza ni el miedo, el dolor era cada vez más agudo, la cabeza me daba vueltas, vomitaba la comida, me desmayé… Una mañana, cuando desperté, vi a mi madre sentada junta a mí, lloraba y acariciaba mi cabeza, “estás de encargo, ¿quién fue?”. La panza me creció semana tras semana. Doña Lupe me sobaba y decía que estaba acomodando al bebé, atendió mi parto la madrugada que Anita llegó a este mundo, tan pequeña, tan bonita, tan indefensa. Sus primeros meses de vida fueron los más bellos de la mía, porque la amamanté, la llené de besos, la abrazaba, y nos reíamos juntas. Pero cuando fue creciendo, mi mamá y mis hermanos la alejaron de mí, porque pensaban que era incapaz de cuidarla, y poco a poco, me apartaron de mi hija.

Cuando Anita comenzó a ir a la escuela, la maestra decía que era muy lista. Cuando nadie me veía, hojeaba sus libros y sus cuadernos. Siempre me fijaba en lo que Anita hacía de tarea. Mis hermanos le decían, “enséñale a tu mamá”, y mi hija me explicaba lo que aprendía en clase, aunque Hernán y Ricardo, pensaban que yo no entendía. Así me aprendí el abecedario, y después, a armar palabras y enunciados. Con palitos delgados, hacía trazos en la tierra. Me pasaba largos ratos practicando. Una noche, le robé un cuaderno y un lápiz a Ricardo, y los escondí debajo del colchón. Hice planas de mi nombre, aprendí a leer y a escribir en secreto. Leía y escribía tanto como me era posible. Devoraba libros, revistas, folletos, periódicos y cuanto papel encontraba. Mi hija me devolvió la escritura.

Gracias a esta oportunidad, hoy puedo escribir esta carta para mi familia. Para ti, mamá, para papá, que murió luchando por nosotros, para Hernán, para Ricardo, y para ti Ana. Hija querida, en unos días te casas y no quiero que te vayas de mi lado sin conocer mi historia, que también es la tuya.

Quiero que sepan que no estoy loquita, que los arranques, los gritos y los manoteos, son consecuencia del dolor que me ha provocado el silencio, y ahora que el papel y la tinta me dan voz, no me pienso volver a callar.

Una tormenta de emociones inunda a Rebeca cuando termina de leer y corre hacia la habitación de la abuela Ana, quien le confirma la historia. Le cuenta que Sonia les entregó la carta una semana antes de la boda, que para entonces don Francisco ya estaba muerto, y que ese día, su mamá comenzó a recuperar la paz que la violencia de había robado.

Las memorias de Sonia estuvieron a punto de perderse, pero la escritura salvó su historia, que también es la historia de las generaciones que de ella nacieron. La escritura inmortalizó sus batallas.

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